Trazabilidad social y consumo responsable

El consumo es principalmente un acto político. Si lo pensamos detenidamente, no es difícil percatarse de que vivimos en un estado de constantes “elecciones “en las que el dinero que desembolsamos es nuestro “derecho de voto” más habitual.

Nuestro dinero nos permite recompensar a las marcas responsables que apuestan por causas sociales que nos son afines, como la sostenibilidad, los derechos de los animales o el desarrollo social.
Pero también es una excelente herramienta para castigar ciertas prácticas con las que no estamos de acuerdo, como la explotación infantil, la destrucción del planeta o la implicación en conflictos armados.

La decisión de consumir o no un producto conlleva la aceptación o el rechazo de unos valores y prácticas empresariales concretas. De una forma de entender y actuar sobre el mundo.

En este sentido, el consumidor actual tiene la posibilidad de abandonar su tradicional papel de “sujeto pasivo” sometido a los vaivenes de la publicidad y asumir una nueva identidad como agente político de primer nivel.

Sin embargo, pese a que los grandes avances en las tecnologías de la información, redes sociales y sistemas de confianza han permitido un cierto empoderamiento, lo cierto es que los consumidores actuales seguimos sabiendo muy poco sobre los productos que consumimos.

Pensemos, por ejemplo, en algo tan cotidiano como nuestros teléfonos inteligentes.

Estamos familiarizados con sus requisitos operativos, con su capacidad de almacenamiento, con la resolución de su cámara. También podemos conocer su posicionamiento de marca, la identidad que quiere transmitirnos, por ejemplo “piensa diferente”. Podemos saber qué experiencia han tenido otros usuarios con ese mismo producto, o las campañas sociales en las que la empresa se implica.

Pero desconocemos por completo todo lo relacionado al impacto social que genera su cadena de suministro.

Y es que lo cierto es que cada pequeñísima parte de nuestro teléfono ha sido extraída, distribuida, transformada, ensamblada, consumida y arrojada en diferentes lugares del planeta, bajo condiciones sociales muy desiguales.

Por ejemplo, ¿qué impacto tiene la extracción del coltán, mineral esencial en la producción de smartphones, en las comunidades de Kivu, en el este del Congo? ¿Cómo afecta la actividad minera a las personas que habitan el llamado triángulo de litio? ¿Qué implicaciones tienen los procesos de ensamblaje en la vida de los trabajadores chinos? ¿Dónde van a parar los residuos tecnológicos?

La mayoría de los consumidores somos incapaces de dar respuesta a estas preguntas. Desconocemos por completo las condiciones de fabricación y distribución de los productos que utilizamos, por lo que por mucho que quisiéramos ejercer un consumo responsable, tendríamos serios problemas para recopilar y validar información de confianza.

Centros y periferias en la economía mundo

Entender el impacto social detrás de cada uno de los procesos asociados a los productos que compramos se antoja una tarea titánica. Esto se debe a que las complejas cadenas de suministro de los principales productos del mercado responden muy bien a lo que el sociólogo Inmanuel Wallerstein llamaba el “sistema-mundo” o “economía mundo”.

En términos generales la teoría-mundo nos señala que los procesos productivos mundiales se encuentran descompensados entre un centro “rico” y “abundante” frente a una periferia “extractiva” que aporta recursos, lo que muchas veces genera varios problemas sociales y medioambientales.

Esto no es ninguna novedad. A lo largo de los últimos 500 años “occidente” se ha beneficiado de un sistema colonial que permitía extraer a muy bajo coste recursos y materias primas de los territorios colonizados. Gran parte de las tierras, minerales y mano de obra americana, asiática y africana fueron puestas al servicio de metrópolis como Londres, Paris o Bruselas, y posteriormente Nueva York o Pekín. Nuestra historia económica y patrimonial no puede entenderse sin el sufrimiento y el despojo al que fueron sometidos los pueblos colonizados.

La relación colonial que antecede a toda la estructura de comercio y relaciones internacionales generó una importante brecha entre dos tipologías de territorio: una periferia subdesarrollada que aporta mano de obra barata y recursos a bajo coste (el llamado “Tercer Mundo”), y un “centro” que diseña, desarrolla y consume productos que a veces son de alto valor y otras vienen en versión fast-fashion.

Lo cierto es que mientras en las sociedades occidentales hablamos de innovación, sostenibilidad y asumimos con ligereza nuestro papel como centros del conocimiento, nada de esto sería posible si gran parte del mundo no se dedicase a actividades extractivas cuyas condiciones laborales y medioambientales distan mucho de nuestros estándares.

Quizás por ello nos resulta tan difícil, a veces incluso doloroso, llevar a cabo ejercicios de ingeniería inversa para tratar de rastrear cuál es el impacto negativo que genera en la “periferia” los productos que consumimos habitualmente.

Por ejemplo, pocos usuarios son conscientes de que su uso habitual de smartphone financia uno de los conflictos más sangrientos y longevos de la historia, la llamada “guerra del coltán” en la República Democrática del Congo. 

Quizás tampoco estén familiarizados con el impacto que la extracción de cerio (mineral clave en la fabricación de pantallas) está generando en Baoutou, en la región de la Mongolia china. En Hazaribagh (Bangladesh) miles de personas trabajan en condiciones infrahumanas para transformar la piel en cuero para bolsos y zapatos de bajo coste.

En el delta del rio Niger la industria petrolera aledaña vierte 240.000 barriles de petróleo al año, convirtiendo esta zona densamente poblada en una de las más contaminadas del planeta.

La población infantil de Kabwe (Zambia) muestra entre cinco y diez veces más plomo en la sangre que cualquier ciudadano europeo, y en Norilsk (Rusia) no quedan árboles en un radio de 50 km debido a los perniciosos efectos de la industria del níquel.

Estos terroríficos datos esbozados a modo de ejemplo nos muestran que, pese a los cambios políticos derivados de los procesos de descolonización, las lógicas económicas entre centro y periferia siguen siendo muy similares a las acontecidas en los últimos siglos. Mientras que en Europa y en los Estados Unidos se regulan los derechos de los trabajadores y los gobiernos se embarcan en ambiciosos planes de sostenibilidad, lo cierto es que las cadenas de suministro siguen dependiendo de un sistema extractivista que, como siempre, repercute negativamente, en las condiciones medioambientales y sociales de las periferias.

Ante esta situación cabe preguntarnos: ¿dónde queda ese consumidor empoderado, consciente, sensible, que a través de la información fiable recompensa o castiga las prácticas de las marcas? ¿Es ético que nuestro modo de vida implique la destrucción de ecosistemas en terceros países? ¿Podemos seguir comprando productos que conllevan explotación y empobrecimiento de ciertas comunidades? ¿Vamos a contribuir con nuestro dinero al mantenimiento de este tipo de conductas?

¿Dónde queda nuestra responsabilidad? ¿Y cuanta de ella podemos repercutir directamente en las empresas?


Hacia un modelo de Trazabilidad Social

Gran parte de las respuestas a las preguntas señaladas dependerán de los posicionamientos éticos, morales y políticos de cada individuo o grupo. Pero para llevar a cabo decisiones informadas que nos permitan ejercer un consumo responsable necesitamos conocer una serie de datos relativos al impacto social y medioambiental de las cadenas de producción.

Es aquí donde se hace necesario comenzar a reflexionar sobre el concepto de “trazabilidad social”.

La trazabilidad social se define como “el control o auditoría registrada a través de un monitoreo independiente e interdisciplinario de las condiciones laborales y ambientales sobre toda la cadena de un determinado producto nacional o importado”

Para poder conceptualizarlo debemos imaginar una larga cadena de datos relativos al impacto social y medioambiental de cada uno de los procesos productivos: desde la extracción de las materias primas, a los procesos logísticos, pasando por el ensamblaje, distribución, comercialización y reciclaje.  Algo así como un “pasaporte glocal de los productos”.

Lo cierto es que son cada vez más las industrias que están familiarizadas con el concepto de “trazabilidad”. Tanto la industria alimentaria como la farmacéutica han desarrollado tecnologías blockchain capaces de aportar infinidad de datos sobre sus procesos de fabricación y distribución. Pero esta trazabilidad sigue estando muy limitada a los aspectos más “técnicos” del producto.

Por ejemplo, podemos saber en qué invernadero fue cultivado el tomate de nuestra ensalada, que cantidad de riego recibió, que tipo de fertilizantes se utilizaron y cuánto tiempo estuvo guardado en cámaras de refrigeración. Pero esto no nos da ninguna pista sobre las condiciones laborales, a menudo precarias, de los trabajadores, ni del impacto medioambiental generado en el proceso productivo.

Por tanto, lo novedoso de la propuesta no es la cuestión de la trazabilidad, que se perfila como técnicamente viable, sino la voluntad de incorporar las condiciones sociales como marco de análisis de las cadenas productivas de las empresas.

Imaginemos por un segundo que a través del escaneo de un código QR pudiésemos acceder a una serie de métricas que nos permitiesen saber cuántos territorios han participado en la fabricación de un producto y cuáles han sido las consecuencias sociales y medioambientales de tal actividad en las comunidades locales.

De este modo, si las empresas integrasen sistemas de trazabilidad social debidamente auditados, los usuarios podríamos saber cómo ha impactado su cadena de suministro en los distintos territorios periféricos, y tomar decisiones acordes a ello. Podríamos recompensar las cadenas productivas más sostenibles, y castigar aquellas que generan mayor empobrecimiento y desigualdad social. Así mismo, las propias empresas tendrían mayor margen para la diferenciación ante una ciudadanía más exigente y responsable ante los productos que consume.

Pero sin duda, los mayores beneficiarios serían las comunidades de esos territorios periféricos tradicionalmente extractivos. La adhesión a un certificado auditado de trazabilidad social obligaría a un mayor cumplimiento de los estándares sociales y medioambientales por parte de toda la cadena, lo que terminaría repercutiendo en la mejora de las condiciones de vida de la periferia.

A pesar de los beneficios evidentes que este modelo proporcionaría, son muchas las limitaciones, interrogantes y retos que derivan de su desarrollo y que deberían abordarse desde un enfoque multidisciplinar. Por ejemplo:

  • ¿Qué tipo de métricas debemos establecer para medir el impacto en el bienestar de las comunidades?
  • ¿Cómo se llevarían a cabo las mediciones? ¿cómo desarrollar un modelo global que tenga en cuenta las particularidades locales?
  • ¿Cómo integrar a todos los agentes de la cadena productiva?
  • ¿Cómo generar un modelo que sea extrapolable a la gran mayoría de actividades?
  • ¿Qué tipo de desarrollo tecnológico conlleva un proyecto de tal envergadura?

Todos estos retos podrán resolverse siempre que exista una voluntad por parte de consumidores, empresas, gobiernos y demás stakeholders.

Sólo a través de nuestro firme compromiso podremos desarrollar paradigmas productivos que nos permitan acercarnos a una economía humanista enfocada al desarrollo igualitario y sostenible de las distintas sociedades que habitan nuestra casa común.

Un artículo de Pablo Mondragón
Antropólogo empresarial y fundador de Umanyx, escuela de humanidades aplicadas.

  • Tecno-antropólogo y emprendedor, lidera la consultoría Antropología 2.0. Fundador de Umanyx, la primera escuela digital de humanidades. Linkedin Creator desde 2022, referente en antropología aplicada a negocios y tecnología.
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