Todo contrato es, en teoría, un acuerdo entre partes que establece y regula derechos y obligaciones. Para que exista un acuerdo, debe haber antes diálogo.
Sin embargo, cuando optamos a un puesto de trabajo, el diálogo se presupone, dado que el documento expuesto a la firma ha sido redactado conforme a una serie de estipulaciones previas que, en realidad, no han acordado las partes, sino quienes han discutido y establecido el marco legal que regula la contratación: sindicatos, patronal, gobierno…
Cuando una persona se encuentra ante un documento contractual no tiene posibilidad alguna de plantear sus propias condiciones, menos aún de reflejar sus aspiraciones, aquello que siente, aquello que espera.
Se trata de un acuerdo tácito, pero no específico ni personalmente manifestado, aunque se estampe en él la firma.
Se debe a que la persona empleadora es quien ofrece el contrato planteándolo en términos de lo tomas o lo dejas, sin margen de negociación, salvo cuando se trata de fichajes, es decir, cuando la persona empleada ha sido expresamente requerida para ocupar el puesto, o cuando la circunstancia tiene lugar en sectores —por cierto, escasos— en los que se valora el talento.
Así, la subordinación derivada de la situación laboral es irremediablemente aceptada por la persona empleada desde el primer momento: ha de someterse a un horario, a una carga de trabajo definida por la persona empleadora según su criterio, a unas funciones concretas que delimitan su actividad en la empresa, a unas reglas que regularán la relación e incluso la actitud en el puesto y a unas condiciones salariales que no tiene posibilidad de elegir, por mucho convenio colectivo que se pretenda hacer valer.
En un contrato laboral común la capacidad de elección de la persona que quiere ser contratada queda restringida al hecho de ofrecerse a sí misma como candidata óptima para una ocupación, y será la persona empleadora quien le otorgue el beneplácito de ser aceptada. En consecuencia, el contrato se convierte en una especie de concesión en la que la jerarquía queda perfectamente establecida y definirá la vida y la calidad de esa relación contractual, que no es tal, porque no existe relación alguna cuando la libertad de elegir de las partes se haya en desequilibrio.
Este desequilibrio es producido por la circunstancia particular de quien opta a un puesto de trabajo: lo hace, generalmente, desde la necesidad de un salario que le proporcione recursos adecuados que garanticen su supervivencia y la viabilidad de su forma de vida.
Siendo la necesidad lo que mueve la voluntad de ser persona contratada, los términos del contrato son aceptados en condiciones de vulnerabilidad respecto de la persona empleadora. Ese estado de vulnerabilidad priva de libertad, puesto que la estabilidad y durabilidad del contrato dependerá siempre del estricto cumplimiento de las cláusulas contractuales.
Dicho de otro modo, la libertad de abandonar el puesto de trabajo ante un abuso, un despropósito, una injusticia o ante el simple deseo de prosperar o ir en pos del propio desarrollo, no es tal, puesto que la alternativa pone en jaque las aspiraciones personales, en el más ligero de los casos, y la supervivencia en el peor.
La supervivencia no consiste solo en el sustento material: alimentos, vivienda, movilidad… sino también equilibrio emocional y psicológico.
El trabajo debe desligarse de ese mal aliento que le imprime la idea de sacrificio, lamentable concepto instalado como principio social y aceptado como destino irreparable e incluso como sentido.
¿Disfrutar trabajando?
Más aún: crecer trabajando, ser y sentir trabajando, porque, al fin y al cabo, el tiempo de trabajo es parte de tu bendito tiempo de vida.
Tal y como está concebido el sistema y el papel de la persona en este, el salario propicia la autoestima al favorecer la autonomía material y la posibilidad de desarrollo personal, además de bienestar, que se traduce en salud y felicidad.
Sin embargo, el hecho de que la obtención de un salario tenga como circunstancia previa tal cúmulo de necesidades y, por qué no decirlo, frustraciones personales y que estas tengan a su vez tantas implicaciones que afectan a la autoestima, convierte el contrato en una herramienta coactiva en manos de la persona empleadora, que, consciente o inconscientemente, la aprovechará.
De ese modo, la persona empleada asume la subordinación, impregnada, por otro lado, de renuncia: su autonomía, su estabilidad y, en consecuencia, su autoestima y felicidad, dependerán de la aceptación de criterios ajenos, conductas a veces cuestionables, condiciones en muchos casos desfavorables y, en no pocas ocasiones, actitudes caprichosas de la persona empleadora.
El lo tomas o lo dejas se transforma en un arma con gran potencial destructivo para la persona que, movida por la necesidad y a veces la urgencia, termina poniendo en tela de juicio su propia dignidad al aceptar los términos de un contrato laboral. «El trabajo dignifica», decía Karl Marx.
Ojalá, digo yo, porque solo puede dignificar el trabajo que se hace desde el corazón, desde la confianza, desde la entrega, desde la responsabilidad con uno mismo, y no tanto respecto al resultado material que me permite más o menos cumplir los criterios de dignidad en la sociedad, sino responsabilidad con lo que soy, con lo que pueda aportar, con aquello que la vida expresa a través de mi persona, aquello que me realiza como ser humano.
El trabajo solo dignifica cuando es una oportunidad de desarrollo integral para las personas; ese es el sentido de dignidad perseguible.
¿Sucede así o, de un modo u otro, uno vende esa parte única de sí por un salario?
Quizás en la respuesta a esta pregunta se esconda la razón por la cual diferenciamos entre la vida laboral y la vida privada, y por esa misma razón también las relaciones que se dan en el entorno de trabajo son, normalmente, circunstanciales e insustanciales: nadie suele saber nada de la vida íntima de quien ocupa la mesa de al lado, aunque se compartan cada día ocho preciosas horas de tiempo de vida bajo el mismo techo e incluso en la misma habitación.
A veces surge la chispa y se forjan vínculos verdaderos, pero no es lo habitual. Puede que por ello, en palabras de Campbell, «demasiado bien sabemos cuánta amargura de fracaso, de pérdida, de desilusión y de insatisfacción irónica circula en la sangre hasta de los seres más envidiados del mundo» (El héroe de las mil caras, 1949).
Existen mecanismos de protección que se pretenden eficaces ante esta vulnerabilidad, pero, aunque la historia reciente revele una sucesión de conquistas sociales en materia de empleo, es muy importante distinguir entre las estructuras del sistema, con su legislación y sus instrumentos de control y garantía, y la conducta de las personas, condicionada por infinidad de mecanismos inconscientes que se nutren de creencias y convenciones colectivas y particulares y de la experiencia de vida, pasada y presente, de cada cual.
Todo ese conjunto de condicionantes determina la experiencia emocional y la respuesta psicológica de la persona.
El peso de la historia es extremo, y aunque el último siglo es un poderoso ejemplo de hasta qué punto somos capaces como especie de transformar el entorno y dotarnos de recursos, seguimos siendo entidades biológicas en un proceso evolutivo tan dilatado en el tiempo, que las transformaciones culturales precisan de largos periodos para alcanzar cierto grado de asimilación.
Mientras eso sucede, la respuesta que activa nuestro cerebro ante una amenaza o ante la necesidad sujeta a la supervivencia, se remite a lo que hemos sido en el pasado, es decir, a la historia, y esta está colmada de injusticia, sometimiento y represión.
Carl Sagan, aquel fantástico científico o comunicador que en los ochenta del siglo veinte nos descubrió el cosmos, afirmaba que «la causa de la miseria humana evitable no suele ser tanto la estupidez como la ignorancia, particularmente la ignorancia de nosotros mismos» (El mundo y sus demonios, 1995).
Ir, por tanto, en busca de la propia dignidad, implica saberse y, antes, tener voluntad de aprenderse, porque quien sabe de sí mismo, sabe de su valía, y ese conocimiento es la clave para que el respeto sea la primera y más importante cláusula de un contrato, porque solo cuando me sé valorar puedo valorar a quien tengo delante; si soy digno, velaré por la dignidad de quien esté al otro lado de la mesa bolígrafo en mano a la espera de dar por cerrada una propuesta de trabajo.
Necesitamos, por tanto, cambios estructurales, cambios en las políticas, cambios en la idea de trabajo y sociedad, pero para que estos tengan sentido y efectividad primero han de cambiar las personas.
Bosco González
Doctor en Filosofía – Ética Aplicada, Neuroética y Humanización de Procesos
Subdirector de la Cátedra Institucional Organizaciones Saludables,
Bienestar e Innovación Social de la ULL.
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